Psicología
Algo de preocupación es recomendable, podríamos decir que es incluso saludable. La mayoría de las consultas que se me realizan tienen como trasfondo la preocupación excesiva. En general pienso que a todos los psicólogos les pasará algo parecido. Para algunas personas, la preocupación constituye una compañera permanente que les impide vivir de una manera relajada. Es una creencia irracional que cargamos desde la infancia vía educación familiar y escolar que, básicamente, se sustenta en considerar que la preocupación genera una capacidad de control que nos permite estar más preparado para cualquier contrariedad o revés del destino. Se nos enseña a asociar preocupación con responsabilidad, fijando la creencia de que es bueno preocuparse para ocuparse de los problemas. Esta ilusión de control puede acabar por trastornarnos el sueño, la concentración, y muchas de nuestras emociones cotidianas, complicándonos la vida.
Tener una mente sana implica no sostener creencias irracionales de ningún tipo, cosa no siempre fácil de conseguir, somos seres racionales cargados de ideas irracionales o, si lo prefieren, de pensamientos contradictorios que nos generan diferentes preocupaciones, que en algunas ocasiones derivan en un problema cuando no sabemos cómo controlar una determinada preocupación, o varias. En la psicoterapia tratamos de aliviar esta preocupación tratando de hacer comprender al paciente una premisa básica, para ocuparnos de un problema necesitamos aprender a mantener la calma. Cuando esto ocurre se avanza satisfactoriamente, se consiguen progresos terapéuticos, el paciente aprende a ocuparse más que a preocuparse y que esa actitud es la que realmente acaba mejorando su relación con el problema en cuestión, el que sea. Paradójicamente, en algunos casos (bastantes si observamos la literatura de casos clínicos), se complican las cosas cuando la persona experimenta preocupación por dejar de preocuparse, se acongojan y de repente aflora un presentimiento cultural de desentendimiento, por el cual parece que si uno no se preocupa se desentiende y se convierte en peor trabajador, amante, padre, compañero o irresponsable en cuestiones de salud. En terapia estos episodios o arrebatos de “preocupación responsable” suponen un gran retroceso, además de un fastidio.
A quien no le basta con saber que hicimos lo que pudimos hacer, con las herramientas, conocimientos y competencias que teníamos en esos momentos y que, en última instancia, fue lo que tenía que ser, suele tender a la autoflagelación. La acumulación de preocupaciones innecesarias nos debilita físicamente y nos desgastan emocionalmente. Nos hacen perder un tiempo precioso para mejorar nuestra calidad de vida y nuestras relaciones. Preocuparse por un futuro que ha de llegar no suele ser de gran ayuda, cuando nos excedemos en el desasosiego, generalmente acabamos prejuzgando y “adivinando” lo que creemos va a suceder; suelen subyacer a estos pensamientos conflictos anticipatorios de ansiedad. No toda preocupación resulta nociva; a menudo, ante sucesos difíciles, es irremediable y humano sentir inquietud, el problema es cuando “uno se preocupa por lo suyo” de tal manera que le resulta insoportable no vivir con ese estado de tensión, de vigilancia y frecuentemente de irritabilidad.