Viernes, 27 de marzo de 2015
Dolores Navarro Porrero
- Sevilla, (España)
Psicología
Cuando hablamos de lo femenino y lo masculino algo nos mueve a hablar desde los opuestos, como si necesitáramos definir lo uno como lo contrario de lo otro, sintiéndonos cargados de convicciones y argumentos para establecer esta confrontación de significados, como si nos fuera imposible entender ambas cualidades como pertenecientes a una misma realidad.
Somos conscientes de nuestra pertenencia a una sociedad que nos marca ideologías, reglas, creencias y costumbres, pero probablemente nunca nos hemos parado a cuestionarnos hasta qué punto somos guiados por unas creencias que vamos introyectando sin resistencias, que van configurando nuestra manera de sentir y de actuar, sin poder distinguirnos de ellas.
La aparición del patriarcado como modelo social en el que el hombre se definía como diferente y superior a lo natural, también condujo a la separación de lo masculino y lo femenino, de manera que al igual que lo natural, también la mujer tenía que ser sometida y dominada, relegada a su funcionalidad en relación a lo masculino, y conduciendo a la escisión entre lo natural, emocional y corporal como lo femenino, y lo racional, lo público e individual como lo masculino.
Si reconocemos que nuestra manera de percibirnos a nosotros mismos y a cuanto nos rodea define también nuestra manera de sentir y de actuar, tendremos que aceptar que en la medida en la que todas aquellas creencias acerca de lo femenino y lo masculino de las que somos herederos inconscientes forman parte de cómo percibimos el mundo, éstas también nos van a condicionar y coartar el desarrollo libre de nuestra propia identidad y de la manera de colocarnos frente a los otros.
Si preguntamos a cualquiera de nuestro entorno qué entiende por lo femenino y lo masculino será fácil encontrar muchas respuestas impregnadas de esas creencias impuestas de manera inconsciente, a pesar de que para muchos pueda resultar extraño y rechace la idea de estar sometidos a tales convicciones.
La identidad femenina tradicional basada en el “ser para los otros” que asocia a las mujeres a sus funciones de cuidadoras y protectoras, nos hace dependientes al estructurar nuestras vidas para dar sentido a esta funcionalidad, y tal vez esto arraigue en cómo se configuran las familias, en las que aún es la mujer la que acepta como propio el sentido de lo familiar, de creer necesario anteponer las necesidades de la familia a las propias, de sentirse culpable si no logra conservar, cuidar y proteger.
Desde el modelo patriarcal también se acepta que la sexualidad de la mujer sólo adquiere sentido cuando se define en presencia del hombre, como si su capacidad para desear dependiera de algo externo y no pudiera surgir desde su interior. Así la masturbación femenina se trasforma en algo negado, algo no permitido y estigmatizado, haciendo que la mujer viva la exploración de su cuerpo y su propia sexualidad desde la vergüenza o la culpa.
Son muchas las creencias de las que todos estamos en mayor o menor medida impregnados, creencias tales como que la mujer es fiel por naturaleza, sensible e intuitiva, pequeña y atractiva, con menos impulsos sexuales, sumisa y pasiva, convirtiéndose así en dependiente del otro para su propio desarrollo. Ella misma se ve atrapada en estas convicciones y de ahí que incluso pueda sentirse culpable de despertar deseo en el hombre aun cuando en ello vea mermada su propia libertad. Así, la mujer competitiva, agresiva y fuerte genera desconfianza, como si por ello fuera menos femenina. En cambio, aceptar nuestra agresividad nos devuelve nuestra independencia, reconocer nuestra rabia nos permite defendernos y abandonar el perfil de víctimas por el que socialmente se nos reconoce.
Me llamó la atención la reflexión que hace Mireia Darder en su libro “Nacidas para el placer”, acerca de las consecuencias del patriarcado sobre la concepción y la manera de vivir el ciclo menstrual. Es cierto que asociados a la regla existen una serie de prejuicios que la convierten en algo doloroso, incapacitante y que hay que ocultar o disimular, como si de algo malo o invalidante se tratara. Se nos enseña a combatirla con fármacos para aliviar sus síntomas o con medidas higiénicas para evitar sus señales.
Nos hemos olvidado de aquellas épocas en las que la menstruación era valorada como un estado favorable a la creatividad o al conocimiento, y hemos caído en la convicción de su carácter destructivo, obligando en ocasiones a la mujer a esconderse para no ser vista en esos días o a aislarse para no contaminar aquello que toca. Recuerdo haber oído frases como “si te duchas durante la regla puedes volverte loca” o “si cocinas algo se estropeará”, desde la creencia de que durante la regla la mujer se veía contaminada y merecía quedarse pasiva y apartada. Reconocer en cambio en la regla algo que nos ata a la naturaleza por su cualidad cíclica y que nos permite un estado más espiritual, creativo y de contemplación opuesto al de la acción y la productividad, nos permitirá recuperar nuestro equilibrio.
Aunque hemos logrado algunos cambios quizás tan sólo estemos en los comienzos de lo que pueda realmente entenderse como un estado verdaderamente igualitario en el que no hablemos de lo femenino o lo masculino como condiciones enfrentadas sino más bien como cualidades de lo humano.
Como psicóloga he podido acercarme a las experiencias de individuos y parejas, y he podido comprobar cómo muchos de los conflictos que generan malestar tienen sus raíces en gran medida en la aceptación inconsciente de estas creencias. En ocasiones he podido identificar en las vivencias de mujeres que llegan a consulta por su baja autoestima o por su percepción de ineficacia social, la convicción de no tener valía personal por no haber logrado responder al perfil de mujeres con pareja e hijos, capacitadas para el cuidado de su propia familia como logro personal, a pesar de ser mujeres emprendedoras, con formación y con capacidades demostradas.
Tal vez parte de nuestro trabajo como agentes de salud y de cambio sea el de ir inoculando en cada sujeto su capacidad de autocrítica, que cada individuo se permita cuestionar sus propias convicciones, que sea capaz de reconocer en ellas muchas de aquellas creencias heredadas para poder así liberarse. Favorecer la construcción de nuestra propia identidad nos hará sin duda más libres.
Psicología
Cuando hablamos de lo femenino y lo masculino algo nos mueve a hablar desde los opuestos, como si necesitáramos definir lo uno como lo contrario de lo otro, sintiéndonos cargados de convicciones y argumentos para establecer esta confrontación de significados, como si nos fuera imposible entender ambas cualidades como pertenecientes a una misma realidad.
Somos conscientes de nuestra pertenencia a una sociedad que nos marca ideologías, reglas, creencias y costumbres, pero probablemente nunca nos hemos parado a cuestionarnos hasta qué punto somos guiados por unas creencias que vamos introyectando sin resistencias, que van configurando nuestra manera de sentir y de actuar, sin poder distinguirnos de ellas.
La aparición del patriarcado como modelo social en el que el hombre se definía como diferente y superior a lo natural, también condujo a la separación de lo masculino y lo femenino, de manera que al igual que lo natural, también la mujer tenía que ser sometida y dominada, relegada a su funcionalidad en relación a lo masculino, y conduciendo a la escisión entre lo natural, emocional y corporal como lo femenino, y lo racional, lo público e individual como lo masculino.
Si reconocemos que nuestra manera de percibirnos a nosotros mismos y a cuanto nos rodea define también nuestra manera de sentir y de actuar, tendremos que aceptar que en la medida en la que todas aquellas creencias acerca de lo femenino y lo masculino de las que somos herederos inconscientes forman parte de cómo percibimos el mundo, éstas también nos van a condicionar y coartar el desarrollo libre de nuestra propia identidad y de la manera de colocarnos frente a los otros.
Si preguntamos a cualquiera de nuestro entorno qué entiende por lo femenino y lo masculino será fácil encontrar muchas respuestas impregnadas de esas creencias impuestas de manera inconsciente, a pesar de que para muchos pueda resultar extraño y rechace la idea de estar sometidos a tales convicciones.
La identidad femenina tradicional basada en el “ser para los otros” que asocia a las mujeres a sus funciones de cuidadoras y protectoras, nos hace dependientes al estructurar nuestras vidas para dar sentido a esta funcionalidad, y tal vez esto arraigue en cómo se configuran las familias, en las que aún es la mujer la que acepta como propio el sentido de lo familiar, de creer necesario anteponer las necesidades de la familia a las propias, de sentirse culpable si no logra conservar, cuidar y proteger.
Desde el modelo patriarcal también se acepta que la sexualidad de la mujer sólo adquiere sentido cuando se define en presencia del hombre, como si su capacidad para desear dependiera de algo externo y no pudiera surgir desde su interior. Así la masturbación femenina se trasforma en algo negado, algo no permitido y estigmatizado, haciendo que la mujer viva la exploración de su cuerpo y su propia sexualidad desde la vergüenza o la culpa.
Son muchas las creencias de las que todos estamos en mayor o menor medida impregnados, creencias tales como que la mujer es fiel por naturaleza, sensible e intuitiva, pequeña y atractiva, con menos impulsos sexuales, sumisa y pasiva, convirtiéndose así en dependiente del otro para su propio desarrollo. Ella misma se ve atrapada en estas convicciones y de ahí que incluso pueda sentirse culpable de despertar deseo en el hombre aun cuando en ello vea mermada su propia libertad. Así, la mujer competitiva, agresiva y fuerte genera desconfianza, como si por ello fuera menos femenina. En cambio, aceptar nuestra agresividad nos devuelve nuestra independencia, reconocer nuestra rabia nos permite defendernos y abandonar el perfil de víctimas por el que socialmente se nos reconoce.
Me llamó la atención la reflexión que hace Mireia Darder en su libro “Nacidas para el placer”, acerca de las consecuencias del patriarcado sobre la concepción y la manera de vivir el ciclo menstrual. Es cierto que asociados a la regla existen una serie de prejuicios que la convierten en algo doloroso, incapacitante y que hay que ocultar o disimular, como si de algo malo o invalidante se tratara. Se nos enseña a combatirla con fármacos para aliviar sus síntomas o con medidas higiénicas para evitar sus señales.
Nos hemos olvidado de aquellas épocas en las que la menstruación era valorada como un estado favorable a la creatividad o al conocimiento, y hemos caído en la convicción de su carácter destructivo, obligando en ocasiones a la mujer a esconderse para no ser vista en esos días o a aislarse para no contaminar aquello que toca. Recuerdo haber oído frases como “si te duchas durante la regla puedes volverte loca” o “si cocinas algo se estropeará”, desde la creencia de que durante la regla la mujer se veía contaminada y merecía quedarse pasiva y apartada. Reconocer en cambio en la regla algo que nos ata a la naturaleza por su cualidad cíclica y que nos permite un estado más espiritual, creativo y de contemplación opuesto al de la acción y la productividad, nos permitirá recuperar nuestro equilibrio.
Aunque hemos logrado algunos cambios quizás tan sólo estemos en los comienzos de lo que pueda realmente entenderse como un estado verdaderamente igualitario en el que no hablemos de lo femenino o lo masculino como condiciones enfrentadas sino más bien como cualidades de lo humano.
Como psicóloga he podido acercarme a las experiencias de individuos y parejas, y he podido comprobar cómo muchos de los conflictos que generan malestar tienen sus raíces en gran medida en la aceptación inconsciente de estas creencias. En ocasiones he podido identificar en las vivencias de mujeres que llegan a consulta por su baja autoestima o por su percepción de ineficacia social, la convicción de no tener valía personal por no haber logrado responder al perfil de mujeres con pareja e hijos, capacitadas para el cuidado de su propia familia como logro personal, a pesar de ser mujeres emprendedoras, con formación y con capacidades demostradas.
Tal vez parte de nuestro trabajo como agentes de salud y de cambio sea el de ir inoculando en cada sujeto su capacidad de autocrítica, que cada individuo se permita cuestionar sus propias convicciones, que sea capaz de reconocer en ellas muchas de aquellas creencias heredadas para poder así liberarse. Favorecer la construcción de nuestra propia identidad nos hará sin duda más libres.