Martes, 18 de marzo de 2014
Maria Clara Vélez Uribe
- Medellín, (Colombia)
Psicología
Psicología
Todos los días de nuestras vidas, en cada momento, las personas asumimos una de dos posiciones, y cualquiera de las dos impacta directamente en lo que será nuestro éxito o fracaso: vivir como responsables o vivir como víctimas.
Vivir en esta última posición puede denominarse como “victimismo”; término que hace referencia a una tendencia psicológica consistente en culpar a otros o a algo externo de los males que uno padece y/o los problemas que hay que enfrentar en el día a día. Las personas con esta tendencia suelen decir cosas como: "los demás no me entienden", "soy muy de malas", “nací con la sal encima”, "no hay derecho, siempre yo”; y cuando deben asumir la responsabilidad de un error o una tarea mal hecha, siempre hay un factor causal externo: “es que tengo problemas en la casa”, “me llaman todo el tiempo”, “a mí nadie me dijo”, “yo no fui”, “no tuve tiempo”, “no sé qué pasó”…
Esta tendencia a asumirse siempre como víctima, inevitablemente lleva a quejarse del factor victimario y buscar quién se compadezca de que uno “haya nacido con la sal encima”. Quejarse se vuelve un comportamiento adictivo, pues es la salida fácil para obtener un momento de alivio al dolor de ser víctima cuando otros nos regalan un poco de su afecto y comprensión. Por esta razón, termina uno quejándose, incluso si se siente bien. Como todo vicio, la conducta se repite en búsqueda de un momento de placer, independientemente de las consecuencias; y bien sabemos que el instante en que un dolor intenso desaparece, es bastante placentero.
Quejarse se vuelve un hábito que no siempre corresponde a la realidad y puede resultar siendo perjudicial, sin darnos cuenta. Estamos acostumbrados a que el hecho de quejarnos de lo mismo nos una a los otros, compadeciéndonos mutuamente y haciendo de nuestras penas un lugar común. Encontramos un goce extraño en la queja, es una forma sutil de atraer la atención y de pedir ayuda de manera poco asertiva; pero, sobre todo, es el medio más útil para zafarnos de la responsabilidad de actuar. Cuando nos quejamos, estamos tirando al aire los problemas, esperando que alguien logre agarrarlos y nos resuelva el lío.
Nos quejamos de muchas cosas; de la pareja, los hijos, el trabajo, la rutina, el jefe, los problemas económicos y demás, como si todas esas situaciones hubieran sido impuestas sin ninguna intervención de nuestra parte, olvidando que, aunque las circunstancias se nos ponen de frente de una manera no planeada, siempre nuestras elecciones marcan el rumbo de esas circunstancias.
Se vuelve bastante complicado cuando esta tendencia se convierte en hábito, pues la persona y todos a su alrededor se lo terminan creyendo, alimentando aún más la posición de víctima; la una lamentándose y los demás compadeciéndole, hasta que quien asumió el hábito termina haciendo realidad su condición de víctima, pero no del mundo entero sino de sí mismo; como dicen por ahí, terminamos a veces “clavándonos el cuchillo” nosotros mismos, sin darnos cuenta; y cuando es uno mismo quien lo hace, está en las manos propias el desenterrarlo con el dolor que implica abandonar un hábito, pero, más adelante, con la satisfacción de haberse liberado de la peor cárcel que puede existir: el autoengaño.
Cuando somos conscientes de que nuestro destino está influenciado por nuestras elecciones, entendemos que siempre es posible darle un giro a toda situación presente, no siempre de manera inmediata, pero siempre se puede cambiar y escoger otras rutas, si nos empoderamos de crear nuestro destino, no esperando que alguien o algo nos cambie la suerte. Siempre podremos cambiar la actitud con que asumimos lo que nos pasa y ver las circunstancias de manera diferente, y, al verlas de otra forma, las circunstancias ya no son las mismas.
Vivir en esta última posición puede denominarse como “victimismo”; término que hace referencia a una tendencia psicológica consistente en culpar a otros o a algo externo de los males que uno padece y/o los problemas que hay que enfrentar en el día a día. Las personas con esta tendencia suelen decir cosas como: "los demás no me entienden", "soy muy de malas", “nací con la sal encima”, "no hay derecho, siempre yo”; y cuando deben asumir la responsabilidad de un error o una tarea mal hecha, siempre hay un factor causal externo: “es que tengo problemas en la casa”, “me llaman todo el tiempo”, “a mí nadie me dijo”, “yo no fui”, “no tuve tiempo”, “no sé qué pasó”…
Esta tendencia a asumirse siempre como víctima, inevitablemente lleva a quejarse del factor victimario y buscar quién se compadezca de que uno “haya nacido con la sal encima”. Quejarse se vuelve un comportamiento adictivo, pues es la salida fácil para obtener un momento de alivio al dolor de ser víctima cuando otros nos regalan un poco de su afecto y comprensión. Por esta razón, termina uno quejándose, incluso si se siente bien. Como todo vicio, la conducta se repite en búsqueda de un momento de placer, independientemente de las consecuencias; y bien sabemos que el instante en que un dolor intenso desaparece, es bastante placentero.
Quejarse se vuelve un hábito que no siempre corresponde a la realidad y puede resultar siendo perjudicial, sin darnos cuenta. Estamos acostumbrados a que el hecho de quejarnos de lo mismo nos una a los otros, compadeciéndonos mutuamente y haciendo de nuestras penas un lugar común. Encontramos un goce extraño en la queja, es una forma sutil de atraer la atención y de pedir ayuda de manera poco asertiva; pero, sobre todo, es el medio más útil para zafarnos de la responsabilidad de actuar. Cuando nos quejamos, estamos tirando al aire los problemas, esperando que alguien logre agarrarlos y nos resuelva el lío.
Nos quejamos de muchas cosas; de la pareja, los hijos, el trabajo, la rutina, el jefe, los problemas económicos y demás, como si todas esas situaciones hubieran sido impuestas sin ninguna intervención de nuestra parte, olvidando que, aunque las circunstancias se nos ponen de frente de una manera no planeada, siempre nuestras elecciones marcan el rumbo de esas circunstancias.
Se vuelve bastante complicado cuando esta tendencia se convierte en hábito, pues la persona y todos a su alrededor se lo terminan creyendo, alimentando aún más la posición de víctima; la una lamentándose y los demás compadeciéndole, hasta que quien asumió el hábito termina haciendo realidad su condición de víctima, pero no del mundo entero sino de sí mismo; como dicen por ahí, terminamos a veces “clavándonos el cuchillo” nosotros mismos, sin darnos cuenta; y cuando es uno mismo quien lo hace, está en las manos propias el desenterrarlo con el dolor que implica abandonar un hábito, pero, más adelante, con la satisfacción de haberse liberado de la peor cárcel que puede existir: el autoengaño.
Cuando somos conscientes de que nuestro destino está influenciado por nuestras elecciones, entendemos que siempre es posible darle un giro a toda situación presente, no siempre de manera inmediata, pero siempre se puede cambiar y escoger otras rutas, si nos empoderamos de crear nuestro destino, no esperando que alguien o algo nos cambie la suerte. Siempre podremos cambiar la actitud con que asumimos lo que nos pasa y ver las circunstancias de manera diferente, y, al verlas de otra forma, las circunstancias ya no son las mismas.